Es consolador para nosotros saber que Jesús puede venir a nuestro barco cuando las tormentas de la vida lo agitan. Estas tormentas ocurren cada día en nuestras familias, en nuestra ciudad, en nuestra nación y en el mundo. Y sin importar lo inquietantes y aterradoras que sean, podemos contar con el compromiso del Señor de estar con nosotros, como personas y como comunidades.
Cuando Jesús salvó a los discípulos, ellos se preguntaban: “¿Quién es este hombre que puede calmar al viento y al mar?”.
Es la presencia entre nosotros del Dios invisible y amoroso. Y esto es muy consolador.
Pero después de la Resurrección y de Pentecostés, nosotros somos quienes hacemos presente a Cristo. Somos Cristo los unos para los otros. Ahora somos los que debemos llegar a calmar las tormentas que hay a nuestro alrededor.
Somos los que estamos llamados a vivir todas las virtudes que enumera San Pablo: El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso, ni jactancioso, ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Siempre protege, siempre confía, siempre espera, siempre persevera.
Pero eso tal vez no es tan fácil – de hecho, podría ser desconcertante y hasta aterrador. Cuando la agitación emocional y económica gira a nuestro alrededor, nosotros, que somos de poca fe, tenemos que poner orden y dar paz y consuelo a los demás.
Sin embargo, el Evangelio nos asegura que Jesús está presente en nuestro interior y entre nosotros, y que es posible calmar el viento y los mares.
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