Existen rituales tribales, como el amazónico Yurupari, en el que los hombres toman las fuerzas, el color, la piel y las capacidades de lo representado por la máscara que utilizan, preparando previamente su corazón para tratar de comprender y transformarse en“ese otro”, en este caso, su antepasado.
Esta idea ancestral de abrir el corazón para tratar de entender a “los otros” podría ser un buen ejercicio como antesala para la Navidad, aceptando la invitación que nos hace Jesús para reconocer, en los demás, Su presencia divina.
Sin embargo, sabemos que no resulta fácil ser empático con quienes poseen ideologías y valores opuestos a los nuestros o nos manifiestan su marcada hostilidad. Si revisamos la historia de la humanidad, podemos identificar una sucesión constante de guerras y divisiones causadas por nuestra convicción de estar en lo correcto y la incapacidad que esta certidumbre nos provoca para ponernos en los zapatos de los otros.
La Gran Muralla China, las torres y puertas de Babilonia, los limes romanos o las murallas de piedra de los incas dan testimonio del afán que tenemos por atrincherarnos con quienes consideramos “los nuestros”. Por fortuna, (y tal como refiere el periodista e historiador Ryszard Kapuscinski, 2007), todo el planeta contiene también vestigios de mercados, puertos, ágoras, santuarios y lugares de encuentro donde la gente intercambia ideas, forma alianzas, comparte valores y trabaja por objetivos en común, dando muestras de profunda unión, cooperación y solidaridad.
En esta época, acojámonos a las enseñanzas de Jesús para evitar las distinciones y etiquetas: todos somos prójimos, sin importar nuestra nacionalidad, credo o condición socioeconómica. Impidamos caer en las trampas cotidianas de la superioridad que nos provocan nuestras convicciones. Recordemos que altos-bajos, veganos-carnívoros, cultos-iletrados, son solo puntos situados en esa línea continua en la que residimos todos como humanidad.
Evitemos también la tentación de estar en lo correcto y criticar el error; practiquemos, en cambio, el amor sin límites que nos enseñó Jesús, expresando nuestra generosidad, empatía y solidaridad. Sigamos Su ejemplo y salgamos al encuentro del “otro” para que, tal como afirma Kapuscinski, “descubramos en uno mismo esa parte –por minúscula que sea- de aquel otro”.
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