La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una oportunidad para reflexionar sobre el don de la Eucaristía. La teología de la Iglesia de la Eucaristía presenta a la Eucaristía como alimento y sacrificio.
Primero, la Eucaristía es una comida con la intención de compartirse. Es una celebración comunitaria, donde nos reunimos para estar juntos, para compartir la vida ordinaria, para celebrar eventos especiales, para consolarnos y llorar unos con otros y para estar juntos simplemente por estar juntos. Cuando Jesús nos dio la Eucaristía, pretendía que fuera un ritual que nos invita a unirnos como una familia, en cualquier circunstancia de la vida. Reunirse a pesar del tedio, el aburrimiento, la falta de energía, el atareo, las distracciones, las tensiones. Las familias son para todos los días, no sólo para los días especiales. Así es la Eucaristía.
La eucaristía es también sacrificio. El sacrificio es un acto, cualquier acto, a través del cual entramos en una comunión más profunda con Dios y unos con otros. Nos abre a una comunión más profunda al cambiar y ampliar el corazón de quien lo ofrece. San Agustín dijo: «Hacer un sacrificio es dar algo por amor, algo que es nuestro y que es doloroso entregar, para dejar que el dolor de esa entrega amplíe y cambie nuestros corazones de tal manera que estemos más abiertos a la comunión con Dios y los demás”.
También queremos ver el don de la Eucaristía. Imagina este intercambio entre personas: una persona ofrece a la otra un don; en humildad, el receptor intenta devolver el regalo al dador. El dador se niega a recibirlo y se lo vuelve a dar. El don se recibe por segunda vez, con una comprensión más profunda.
Así sucede en la misa: Dios nos da pan y vino; los tomamos y ofrecemos devolverlos. Cristo mismo toma los dones y los devuelve, como sí mismo. Recibimos el don del Cuerpo y la Sangre de Cristo con una comprensión más profunda.
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